viernes, 29 de junio de 2012


Papel de la madre en la formación de sus hijos y en el hogar

El amor materno
«¡Feliz el hombre a quien Dios dio una Santa Madre!», dice Lamartine. A pesar de los desvíos de su imaginación, Lamartine conservó siempre el recuerdo de la educación cristiana que le dio su madre. Como dice Joseph de Maistre: «Si la madre tomó como un deber imprimir profundamente en la frente de su hijo el carácter divino, puede estarse prácticamente seguro de que la mano del vicio nunca lo apagará enteramente».
«¡Cuantas otras madres imprimieron profundamente, en el alma de los hijos, el respeto, el culto, la adoración de Dios, de Quien ellas eran para ellos, por la pureza de vida, la imagen viva!
«Como madre, la mujer cristiana santifica al hombre-hijo; como hija, ella edifica al hombre-padre; como hermana, ella mejora al hombre-hermano; como esposa ella santifica al hombre-esposo».
La «raíz» de la santificación
«Yo quiero hacer de mi hijo un Santo»- decía la madre de San Atanasio.
«¡Gracias mil veces, Dios mío por habernos dado por madre una Santa!» – exclamaron por ocasión de la muerte de Santa Emilia sus dos hijos San Basilio y San Gregorio Nazianzeno.
«¿Quién nos dio a San Bernardo, y lo hizo tan puro, tan fuerte, tan abrasado de amor por Dios? Su madre, Aleth”.
«Más cerca de nosotros, Napoleón dijo: «El futuro de un niño es la obra de su madre».
Pasteur afirmó: «¡Oh padre mío y madre mía, que vivisteis tan modestamente, es a vosotros que yo debo todo! Tus entusiasmos, mi valerosa madre, tú me los trasmitiste. Si yo siempre asocié la grandeza de la ciencia a la grandeza de la patria, es por que yo estaba impregnado de los sentimientos que tu me habías inspirado».
El Santo Cura de Ars dijo a algunos que lo felicitaban por tener el gusto de la piedad, «Después de Dios, esto se debe a la obra de mi madre». «Casi todos los santos hicieron remontar los orígenes de su santidad a su propia madre».
La «raíz» de grandes personajes
«Es sobre las rodillas de la madre – dice Joseph de Maistre – que se forma lo que hay de más excelente en el mundo».
«Ella es en el hogar esa llama resplandeciente de que habla el Evangelio, distribuyendo sobre todos la luz de la Fe y el ardor de la caridad divina. A ella incumbe vivificar en la familia la idea de la soberanía de Dios, nuestro primer principio y nuestro último fin, el amor y reconocimiento que debemos tener por su infinita bondad, el temor de su justicia, el espíritu de religión que nos une a Él, la ley de las castas costumbres, la honestidad de los actos y la sinceridad de las palabras, la dedicación y ayuda mutua, el trabajo y la templanza»…
…y de hombres de cualquier condición social
«En la familia obrera - dice Augustin Cochin -  la figura dominante es la de la madre. Todo depende de su virtud y acaba por modelarse de acuerdo con ella. Al marido competen el trabajo y el aprovisionamiento del hogar, y a la mujer los cuidados y la dirección interior. El marido gana, la mujer ahorra. El marido alimenta a los hijos, la mujer los educa. El marido es el jefe de la familia, la mujer es su eslabón de unión con ella. El marido es la honra del hogar, la mujer su bendición».
Madre Católica: «raíz» del heroísmo
«El Vizconde de Maumigny escribió:
«Debemos a nuestras madres y hermanas el fondo de honra y de devota y caballeresca dedicación que es la vida de Francia. Nosotros les debemos la Fe católica. Discípulas de la Reina de los Apóstoles y de los Mártires, las madres hicieron pasar sus corazones a los de los hijos…».
«María Santísima, el modelo de las madres les enseñó cómo se sacrifica un hijo único a Dios y a la Iglesia. Al oír las narraciones de esas inmolaciones sublimes (este texto fue redactado en 1862, cuando los Zuavos Pontificios derramaban su sangre para defender la Santa Sede), Pío IX comentaba: «¡No, la Francia que produjo tales santas no perecerá jamás!».
La primera vez que la heroica viuda de Pimodan vio al Papa, no le dijo: «¡Oh, Santo Padre, devolvedme a mi marido!», si no que dijo: «¡Oh, decidme que él está en el Cielo!». Y cuando Pío IX respondió: «No rezo más por él», ella no preguntó nada más, pues entendió que era viuda de un mártir, y eso bastaba.
«En Castelfidardo los Zuavos Pontificios combatían bajo los ojos de sus madres, presentes en su pensamiento y entre las paredes del santuario donde la Reina de los Mártires engendró al Rey de los Mártires. Todos, mientras marchaban contra el enemigo, repetían esta frase de uno de ellos: «Mi alma a Dios, mi corazón a mi madre, mi cuerpo a Loreto». A la madre de ellos, a María Santísima, que a todos inspiraba, revierte la honra de la batalla. Como otrora los Cruzados, y más tarde los Vandeanos, fue sobre las rodillas de las madres que ellos aprendieron a morir por Dios, por la Iglesia y por la Patria.»
(Mons. Henri Delassus, L”Esprit Familial dans la Maison, dans la Cité et dans l”État, Société Saint-Augustin).
Fuente: Acción Familia

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