miércoles, 15 de mayo de 2013

¿Te lastimaste, hijo mío?

El amor materno en lo que tiene de más sublime y tocante
Plinio Corrêa de Oliveira

Es de Emile Faguet, si no me engaño, el siguiente apólogo: Había cierta vez un joven dilacerado por una situación afectiva crítica. Quería él con toda el alma a su graciosa esposa. Y tributaba afecto y respeto profundos a su propia madre. Entretanto, las relaciones entre nuera y suegra eran tensas y, por celos, la joven encantadora, pero mala, había concebido un odio infundado contra la anciana y venerable matrona.

En cierto momento, la joven colocó al marido entre la espada y la pared: o él iría a la casa de la madre, la mataría, y le traería el corazón de la víctima, o la esposa abandonaría el hogar. Después de mil vacilaciones, el joven cedió. Mató a aquella que le había dado la vida. Le arrancó del pecho el corazón, lo envolvió en un paño y se dirigió de vuelta a casa. En el camino tropezó y se cayó. Oyó entonces una voz que, salida del corazón materno, le preguntó, llena de desvelo y cariño: “¿Te lastimaste, hijo mío?”.

Con este apólogo quiso el autor destacar lo que el amor materno tiene de más sublime y tocante: su desinterés completo, su entera gratuidad, su ilimitada capacidad de perdonar. La madre ama a su hijo cuando es bueno. No lo ama, entretanto, sólo por ser bueno. Lo ama aun cuando sea malo. Lo ama simplemente por ser su hijo, carne de su carne y sangre de su sangre. Lo ama generosamente, y hasta sin ninguna retribución. Lo ama en la cuna, cuando todavía no tiene capacidad de merecer el amor que le es dado. Lo ama a lo largo de la existencia, aunque él suba a la cumbre de la felicidad o de la gloria o ruede por los abismos del infortunio y hasta del crimen. Es su hijo y está todo dicho.

Este amor, altamente conforme a la razón, tiene en los padres, también, algo de instintivo. Y, por instintivo, es análogo al amor que la Providencia puso hasta en los animales por sus crías. Para medir la sublimidad de este instinto, basta decir que el más tierno, el más puro, el más soberano y excelso, el más sagrado y sacrificado de los amores que haya existido en la Tierra, el amor del Hijo de Dios por los hombres, fue por Él comparado al instinto animal. Poco antes de padecer y morir, lloró Jesús sobre Jerusalén, diciendo: “¡Jerusalén, Jerusalén, cuántas veces quise yo reunir tus hijos como la gallina recoge sus pollitos bajo las alas, y tú no lo quisiste!”

Sin este amor, no hay paternidad o maternidad digna de ese nombre. Quien niega ese amor en su excelsa gratuidad, niega, por lo tanto, la familia. Es este amor que lleva a los padres a amar a sus hijos más que a los otros – de acuerdo con la ley de Dios – y a desear para ellos, con afán, una educación mejor, una instrucción mayor, una vida más estable, una ascensión verdadera en la escala de todos los valores, inclusive los de índole social. Para eso, los padres trabajan, luchan y economizan. Su instinto, su razón, los dictámenes de la propia fe los llevan a eso. Acumular una herencia para ser transmitida a los hijos es un deseo natural de los padres. Negar la legitimidad de ese deseo es afirmar que el padre está para su hijo como para un extraño. Es arrasar la familia.

Fuente: Blog da Familia (Traducción libre del portugués)


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