Plinio Corrêa de Oliveira
Es
de Emile Faguet, si no me engaño, el siguiente apólogo: Había cierta vez un
joven dilacerado por una situación afectiva crítica. Quería él con toda el alma
a su graciosa esposa. Y tributaba afecto y respeto profundos a su propia madre.
Entretanto, las relaciones entre nuera y suegra eran tensas y, por celos, la
joven encantadora, pero mala, había concebido un odio infundado contra la
anciana y venerable matrona.
En
cierto momento, la joven colocó al marido entre la espada y la pared: o él iría
a la casa de la madre, la mataría, y le traería el corazón de la víctima, o la
esposa abandonaría el hogar. Después de mil vacilaciones, el joven cedió. Mató
a aquella que le había dado la vida. Le arrancó del pecho el corazón, lo
envolvió en un paño y se dirigió de vuelta a casa. En el camino tropezó y se
cayó. Oyó entonces una voz que, salida del corazón materno, le preguntó, llena
de desvelo y cariño: “¿Te lastimaste, hijo mío?”.
Con
este apólogo quiso el autor destacar lo que el amor materno tiene de más
sublime y tocante: su desinterés completo, su entera gratuidad, su ilimitada
capacidad de perdonar. La madre ama a su hijo cuando es bueno. No lo ama,
entretanto, sólo por ser bueno. Lo ama aun cuando sea malo. Lo ama simplemente
por ser su hijo, carne de su carne y sangre de su sangre. Lo ama generosamente,
y hasta sin ninguna retribución. Lo ama en la cuna, cuando todavía no tiene
capacidad de merecer el amor que le es dado. Lo ama a lo largo de la
existencia, aunque él suba a la cumbre de la felicidad o de la gloria o ruede
por los abismos del infortunio y hasta del crimen. Es su hijo y está todo
dicho.
Este
amor, altamente conforme a la razón, tiene en los padres, también, algo de
instintivo. Y, por instintivo, es análogo al amor que la Providencia puso hasta
en los animales por sus crías. Para medir la sublimidad de este instinto, basta
decir que el más tierno, el más puro, el más soberano y excelso, el más sagrado
y sacrificado de los amores que haya existido en la Tierra, el amor del Hijo de
Dios por los hombres, fue por Él comparado al instinto animal. Poco antes de
padecer y morir, lloró Jesús sobre Jerusalén, diciendo: “¡Jerusalén, Jerusalén, cuántas veces quise yo reunir tus hijos como la
gallina recoge sus pollitos bajo las alas, y tú no lo quisiste!”
Sin
este amor, no hay paternidad o maternidad digna de ese nombre. Quien niega ese
amor en su excelsa gratuidad, niega, por lo tanto, la familia. Es este amor que
lleva a los padres a amar a sus hijos más que a los otros – de acuerdo con la
ley de Dios – y a desear para ellos, con afán, una educación mejor, una
instrucción mayor, una vida más estable, una ascensión verdadera en la escala
de todos los valores, inclusive los de índole social. Para eso, los padres trabajan,
luchan y economizan. Su instinto, su razón, los dictámenes de la propia fe los
llevan a eso. Acumular una herencia para ser transmitida a los hijos es un
deseo natural de los padres. Negar la legitimidad de ese deseo es afirmar que
el padre está para su hijo como para un extraño. Es arrasar la familia.
Fuente:
Blog da Familia (Traducción libre del portugués)
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