jueves, 26 de diciembre de 2013

NAVIDAD – Alegría y solemnidad

En la alegría de Navidad hay una nota grande de solemnidad. Se puede decir que la Navidad es por un lado la fiesta de la humildad, pero por otro lado la fiesta de la solemnidad. En efecto, el hecho de la Encarnación trae a nuestro espíritu la noción de un Dios que asumió la miseria de la naturaleza humana en la más íntima y profunda de las uniones que hay en la creación. Si de parte de Dios está la manifestación de una condescendencia casi incalculable, recíprocamente, en cuando a los hombres hay una promoción casi inexpresable. Nuestra naturaleza fue promovida a una honra que jamás hubiéramos podido imaginar. Nuestra dignidad creció. Fuimos rehabilitados, ennoblecidos, glorificados.

Y por eso, hay algo de discreto y familiarmente solemne en las fiestas de Navidad. Los hogares se adornan como para los días más importantes, cada uno usa sus mejores ropas, la pulidez de todos se torna más requintada. Comprendemos, a la luz del pesebre, la gloria y la bienaventuranza de ser, por la naturaleza y por la gracia, hermanos de Jesucristo.

En la alegría de Navidad hay también un qué del júbilo del prisionero indultado, del enfermo curado. Es un júbilo hecho de sorpresa, de bienestar y de gratitud.

En efecto, no hay nada que pueda expresar la tristeza desengañada del mundo antiguo. El vicio había dominado la tierra, y las dos actitudes posibles ante él conducían igualmente a la desesperación. Una consistía en buscar en él el placer y la felicidad. Fue la solución de Petronio, que se suicidó. Otra consistía en luchar contra él. Fue la de Catón, que, después de la derrota de Tharsus, aplastado por la borra del imperio, puso fin a su vida exclamando: “Virtud, no eres sino una palabra”. La desesperación era, pues, el término final de todos los caminos.

Jesucristo nos vino a mostrar que la gracia abre para nosotros los caminos de la virtud, que torna posible en la tierra la verdadera alegría, que no nace de los excesos y de los desórdenes del pecado, sino del equilibrio, de los rigores, de la bienaventuranza, de la ascesis. La Navidad nos hace sentir la alegría de una virtud que se tornó practicable, y que es en la tierra un anticipo de la bienaventuranza del cielo.

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No hay Navidad  sin Ángeles. Nos sentimos unidos a ellos, y participantes de aquella alegría eterna que los inunda. Nuestros cánticos procuran en Navidad imitar los suyos. Vemos el cielo abierto delante de nosotros, y la gracia elevándonos desde ya a un orden sobrenatural en que las alegrías transcienden a todo cuanto puede el corazón humano pensar. Es que sabemos que con la Navidad comienza la derrota del pecado y de la muerte. Sabemos que ella es el inicio de un camino que nos llevará a la Resurrección y al Cielo. Cantamos en la Navidad la alegría de la inocencia redimida, la alegría de la resurrección de la carne, la alegría de las alegrías, que es la eterna contemplación de Dios.

Es por eso que, cuando las campanas anuncian a la Cristiandad la Navidad, hay una vez más alegría santa sobre la tierra.

(Extraído de consideraciones de Plinio Corrêa de Oliveira sobre Navidad)

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