En
la alegría de Navidad hay una nota grande de solemnidad. Se puede decir que la
Navidad es por un lado la fiesta de la humildad, pero por otro lado la fiesta
de la solemnidad. En efecto, el hecho de la Encarnación trae a nuestro espíritu
la noción de un Dios que asumió la miseria de la naturaleza humana en la más
íntima y profunda de las uniones que hay en la creación. Si de parte de Dios
está la manifestación de una condescendencia casi incalculable, recíprocamente,
en cuando a los hombres hay una promoción casi inexpresable. Nuestra naturaleza
fue promovida a una honra que jamás hubiéramos podido imaginar. Nuestra
dignidad creció. Fuimos rehabilitados, ennoblecidos, glorificados.
Y
por eso, hay algo de discreto y familiarmente solemne en las fiestas de
Navidad. Los hogares se adornan como para los días más importantes, cada uno
usa sus mejores ropas, la pulidez de todos se torna más requintada. Comprendemos,
a la luz del pesebre, la gloria y la bienaventuranza de ser, por la naturaleza
y por la gracia, hermanos de Jesucristo.
En
la alegría de Navidad hay también un qué del júbilo del prisionero indultado,
del enfermo curado. Es un júbilo hecho de sorpresa, de bienestar y de gratitud.
En
efecto, no hay nada que pueda expresar la tristeza desengañada del mundo
antiguo. El vicio había dominado la tierra, y las dos actitudes posibles ante
él conducían igualmente a la desesperación. Una consistía en buscar en él el
placer y la felicidad. Fue la solución de Petronio, que se suicidó. Otra
consistía en luchar contra él. Fue la de Catón, que, después de la derrota de
Tharsus, aplastado por la borra del imperio, puso fin a su vida exclamando: “Virtud,
no eres sino una palabra”. La desesperación era, pues, el término final de
todos los caminos.
Jesucristo
nos vino a mostrar que la gracia abre para nosotros los caminos de la virtud,
que torna posible en la tierra la verdadera alegría, que no nace de los excesos
y de los desórdenes del pecado, sino del equilibrio, de los rigores, de la
bienaventuranza, de la ascesis. La Navidad nos hace sentir la alegría de una
virtud que se tornó practicable, y que es en la tierra un anticipo de la
bienaventuranza del cielo.
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* *
No
hay Navidad sin Ángeles. Nos sentimos
unidos a ellos, y participantes de aquella alegría eterna que los inunda.
Nuestros cánticos procuran en Navidad imitar los suyos. Vemos el cielo abierto
delante de nosotros, y la gracia elevándonos desde ya a un orden sobrenatural
en que las alegrías transcienden a todo cuanto puede el corazón humano pensar.
Es que sabemos que con la Navidad comienza la derrota del pecado y de la
muerte. Sabemos que ella es el inicio de un camino que nos llevará a la
Resurrección y al Cielo. Cantamos en la Navidad la alegría de la inocencia
redimida, la alegría de la resurrección de la carne, la alegría de las alegrías,
que es la eterna contemplación de Dios.
Es
por eso que, cuando las campanas anuncian a la Cristiandad la Navidad, hay una
vez más alegría santa sobre la tierra.
(Extraído de consideraciones de Plinio Corrêa de Oliveira sobre Navidad)
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