jueves, 5 de diciembre de 2013

NAVIDAD - El retorno de las palomas

En Borgoña, las piedras nunca son blancas, por voluntad de Dios.

Al contrario, con el pasar de los años y de los siglos quedan bien grises y hasta negras.

En lo alto de la catedral, las gárgolas – aquellas esculturas de animales quiméricos colocadas para que caigan las aguas de lluvia y cualquier otra suciedad que éstas arrastren del tejado – siempre bien alineadas, estaban más que feas.

Peor. Se sentían enfermas y tristes en su pétreo silencio. Por obra de los entalladores, tenían formas de diablos, monstruos y animales horribles.

El viento, la lluvia, las heladas, los humos, todo contribuía para dejarlas peores, repulsivas y decadentes.

Sucedía también – y nadie sabía explicar – que las palomas habían disminuido en número, hasta el punto de casi desaparecer.

Sólo quedaban algunas, pero estaban viejas y enfermas. Ya no se veían sus figuras blancas en el cielo y en los gajos de los árboles. No arrullaban más como otrora en los jardines.


La Navidad se fue aproximando, y con ella el frío, el viento gélido y las nieblas del invierno que deterioraban las gárgolas.

Una noche heló de rajar verdaderamente las piedras en una noche de luna: el hielo hizo estallar las cañerías y gárgolas.

Esa tragedia desencadenó una revuelta. Mientras los hombres dormían, las gárgolas salieron de su sueño de piedra, se reunieron en un conciliábulo nocturno y tomaran una gran decisión.

Días atrás habían oído que en la capilla de la Virgen Negra, en la catedral, había sido montado un gran pesebre. Se decía que allí había velas, luz, calor.

En la víspera, las campanas habían repicado con mayor fuerza y toda la ciudad había ido a visitar el pesebre. Más tarde, las personas volvieron felices a sus casas calentadas, mientras las puertas de la catedral eran cerradas.

Las gárgolas habían visto aquel espectáculo. Más: de lo alto de la catedral contemplaban, de un extremo a otro de la ciudad, centenas de ventanas iluminadas en los acogedores hogares.

Aún oyeron que dentro de la capilla se podía ver el más lindo Bebé que nació en la Tierra.

Las gárgolas llegaron a un acuerdo: aún cuando hechas de piedra deteriorada por el frio, se refugiarían en la capilla y hablarían con el Niño. Acabarían con aquel frío, y además harían algo inusual.

En la hora más pesada de la noche comenzaron a moverse, cada una más fea que la otra, más ennegrecida y sucia que la de al lado, más torcida y espantosa que lo que se podía imaginar. Agrupadas se parecían más a una bandada de cuervos negros.

Eran decenas, y volaban en torno del campanario procurando alguna entrada. Así que la descubrieran se metieron todas adentro en un único y siniestro vuelo.

Cuando el Niño las vio llegar con sus enormes alas negras y repugnantes picos puntiagudos, comenzó a llorar de horror.

Ni su Madre conseguía calmar su llanto de miedo.

Aterrorizados por el pánico que ellos mismos habían suscitado, los cuervos-gárgolas retrocedieron.

Y se reunieron del lado de afuera, en una hora en que la nieve había comenzado a caer.

Se pusieron entonces a discutir lo qué hacer.

La disputa iba lejos y no llegaban a un acuerdo. ¿Volver al techo de la catedral? ¡Qué horror! ¡Qué frio!

¡Pero hacer llorar un recién nacido era un crimen insoportable!

Finalmente, decidieron volver a la capilla, despacito, en buen orden, calmamente, con silencio y disciplina.

Cuando el Niño los vio, comenzó a reír. Y lo hacía a plenos pulmones de alegría y satisfacción.


Los cuervos-gárgolas no creían en lo que veían. ¿Ellos, esos monstruos, alegraban al Niño?

Se miraron unos a los otros y vieron estupefactos que no se parecían más a cuervos. La nieve que había caído sobre ellos del lado de afuera los había recubierto con su manto blanco.

Viéndolos llegar, la Madre de aquel Divino Niño volvió su mirada con una sonrisa piadosa hacia el tabernáculo, y rogó que la nieve blanca y delicada que los cubría nunca más se derritiese.

Si aquellos pájaros no asustaron al Niño era porque su plumaje había quedado suave, sedoso y albo.

Fue así que en una linda mañana de Navidad los habitantes de Dijon vieron que las palomas habían reaparecido volando sobre la catedral.

Es por eso también que los guías honestos cuentan a los turistas que las gárgolas que hoy existen en la catedral no son las originales, sino meras copias.
 (Fuente: Sophie y Béatrix Leroy d´Harbonville, “Au rendez-vous de la Légende Bourguignonne”, ed. S.A.E.P., Ingersheim 68000, Colmar, France)

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