En Borgoña, las piedras nunca son blancas, por
voluntad de Dios.
Al contrario, con el pasar de los años y de los
siglos quedan bien grises y hasta negras.
En lo alto de la catedral, las gárgolas –
aquellas esculturas de animales quiméricos colocadas para que caigan las aguas
de lluvia y cualquier otra suciedad que éstas arrastren del tejado – siempre
bien alineadas, estaban más que feas.
Peor. Se sentían enfermas y tristes en su pétreo
silencio. Por obra de los entalladores, tenían formas de diablos, monstruos y
animales horribles.
El viento, la lluvia, las heladas, los humos,
todo contribuía para dejarlas peores, repulsivas y decadentes.
Sucedía también – y nadie sabía explicar – que
las palomas habían disminuido en número, hasta el punto de casi desaparecer.
Sólo quedaban algunas, pero estaban viejas y
enfermas. Ya no se veían sus figuras blancas en el cielo y en los gajos de los
árboles. No arrullaban más como otrora en los jardines.
La Navidad se fue aproximando, y con ella el
frío, el viento gélido y las nieblas del invierno que deterioraban las
gárgolas.
Una noche heló de rajar verdaderamente las
piedras en una noche de luna: el hielo hizo estallar las cañerías y gárgolas.
Esa tragedia desencadenó una revuelta. Mientras
los hombres dormían, las gárgolas salieron de su sueño de piedra, se reunieron
en un conciliábulo nocturno y tomaran una gran decisión.
Días atrás habían oído que en la capilla de la
Virgen Negra, en la catedral, había sido montado un gran pesebre. Se decía que
allí había velas, luz, calor.
En la víspera, las campanas habían repicado con
mayor fuerza y toda la ciudad había ido a visitar el pesebre. Más tarde, las
personas volvieron felices a sus casas calentadas, mientras las puertas de la
catedral eran cerradas.
Las gárgolas habían visto aquel espectáculo.
Más: de lo alto de la catedral contemplaban, de un extremo a otro de la ciudad,
centenas de ventanas iluminadas en los acogedores hogares.
Aún oyeron que dentro de la capilla se podía ver
el más lindo Bebé que nació en la Tierra.
Las gárgolas llegaron a un acuerdo: aún cuando
hechas de piedra deteriorada por el frio, se refugiarían en la capilla y
hablarían con el Niño. Acabarían con aquel frío, y además harían algo inusual.
En la hora más pesada de la noche comenzaron a
moverse, cada una más fea que la otra, más ennegrecida y sucia que la de al
lado, más torcida y espantosa que lo que se podía imaginar. Agrupadas se
parecían más a una bandada de cuervos negros.
Eran decenas, y volaban en torno del campanario
procurando alguna entrada. Así que la descubrieran se metieron todas adentro en
un único y siniestro vuelo.
Cuando el Niño las vio llegar con sus enormes
alas negras y repugnantes picos puntiagudos, comenzó a llorar de horror.
Ni su Madre conseguía calmar su llanto de miedo.
Aterrorizados por el pánico que ellos mismos
habían suscitado, los cuervos-gárgolas retrocedieron.
Y se reunieron del lado de afuera, en una hora
en que la nieve había comenzado a caer.
Se pusieron entonces a discutir lo qué hacer.
La disputa iba lejos y no llegaban a un acuerdo.
¿Volver al techo de la catedral? ¡Qué horror! ¡Qué frio!
¡Pero hacer llorar un recién nacido era un
crimen insoportable!
Finalmente, decidieron volver a la capilla,
despacito, en buen orden, calmamente, con silencio y disciplina.
Cuando el Niño los vio, comenzó a reír. Y lo
hacía a plenos pulmones de alegría y satisfacción.
Los cuervos-gárgolas no creían en lo que veían.
¿Ellos, esos monstruos, alegraban al Niño?
Se miraron unos a los otros y vieron
estupefactos que no se parecían más a cuervos. La nieve que había caído sobre
ellos del lado de afuera los había recubierto con su manto blanco.
Viéndolos llegar, la Madre de aquel Divino Niño
volvió su mirada con una sonrisa piadosa hacia el tabernáculo, y rogó que la
nieve blanca y delicada que los cubría nunca más se derritiese.
Si aquellos pájaros no asustaron al Niño era
porque su plumaje había quedado suave, sedoso y albo.
Fue así que en una linda mañana de Navidad los
habitantes de Dijon vieron que las palomas habían reaparecido volando sobre la
catedral.
Es por eso también que los guías honestos
cuentan a los turistas que las gárgolas que hoy existen en la catedral no son
las originales, sino meras copias.
(Fuente: Sophie y Béatrix Leroy d´Harbonville,
“Au rendez-vous de la Légende Bourguignonne”, ed. S.A.E.P., Ingersheim 68000,
Colmar, France)
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