(Cuento de Navidad, garantido como verídico por el autor).
Pablo está sentado en las piedras de la escalinata de
la Iglesia de Santiago, en una pequeña ciudad de Baviera (Alemania). Como
siempre, está ahí pidiendo limosna.
Antes de las misas, abre la puerta de la iglesia para
los fieles y les sonríe amablemente, mostrando una boca ya prácticamente sin
dientes.
Tiene 50 años, y es de aquellos mendigos sin casa que
luchan para sobrevivir.
Su cuerpo está consumido no sólo por el frio y el
hambre, sino también por el exceso de alcohol.
Parece mucho más viejo de lo que es en realidad. Si al
menos tuviese fuerzas para luchar contra ese vicio, piensa él continuamente… Y
hace el firme propósito de parar de beber.
Mas cuando llega la noche, y con ella el recuerdo de
su familia, perdida en un trágico accidente, él no resiste y recurre al
consuelo de la botella. El alcohol atenúa entonces el vacío en su alma, por lo
menos por un corto espacio de tiempo.
La botella de vino es su fiel compañera, y la cirrosis
del hígado y otras enfermedades van paulatinamente consumiendo su cuerpo. El
color de su rostro levanta sospechas nada buenas.
Pablo se tornó parte integrante de la escalinata de la
iglesia, en la óptica de los habitantes del barrio, más o menos como si fuese
una estatua.
Y de esa forma lo tratan. La mayor parte mal le presta
atención. Y los que aún se dan cuenta de él se preguntan hasta cuándo
resistirá.
El párroco y la ayudante parroquial aún se preocupan
con él. Pero, sobre todo, la Hermana Petra, una misionera joven que viene todos
los días a visitarlo.
Él se alegra con la visita de la hermana, que siempre
le trae algo de comer. Pero ni siquiera esa religiosa consigue sacar a Pablo de
la calle.
Ni siquiera en la casa parroquial él entra, sea para
comer, sea para lavarse.
* * *
Todas las noches, cuando obscurece y nadie más lo ve,
Pablo entra furtivamente en la iglesia vacía y de luces apagadas. Se sienta en
el primer banco, bien adelante del Tabernáculo.
Y ahí permanece en silencio, casi sin moverse, por
cerca de una hora. Después se levanta y sale arrastrando los pies por el
corredor central, pasa por la puerta principal y desaparece en la obscuridad de
la noche.
¿Adónde va? Nadie lo sabe. Al día siguiente, sin
embargo, ahí está él sentado nuevamente en la escalinata, ante el portal de la
iglesia.
Y así pasaban los días. Cierta vez, la Hermana Petra
le preguntó:
- “Pablo, veo que tú entras en la iglesia todas las
noches. ¿Qué hacer ahí, tarde de la noche? ¿Por acaso rezas?
- “No rezo”, responde Pablo. “¿Cómo podría rezar? Ya
no rezo desde el tiempo en que era niño e iba a las clases de religión; me
olvidé de todas las oraciones. No me acuerdo más de ninguna. “Qué hago en la
iglesia? Es muy simple. Voy hasta el Tabernáculo, donde Jesús está solo en su
pequeño sagrario, y Le digo: `Jesús, soy yo, Pablo. Vengo a visitarte´. Y me
quedo un poquito, para que por lo menos alguien le haga compañía”.
En la mañana del día de Navidad, el lugar que Pablo
ocupaba durante años seguidos estaba vacío.
Preocupada, la Hermana Petra comienza en seguida a
procurarlo. Y acaba encontrándolo en el hospital que está cerca de la iglesia.
En las primeras horas de la madrugada algunos
transeúntes lo habían encontrado sin sentido bajo un puente y llamaron una
ambulancia. Pablo está ahora acostado, en una enfermería.
Al verlo, la misionera tiene un sobresalto. Pablo está
ligado a varios tubos; su respiración es débil. Su rostro tiene el color
amarillento típico de los moribundos.
- “¿Usted es pariente de él?”
La voz del médico arranca a la Hermana Petra de sus
pensamientos.
- “No, pero voy a cuidar de él”, responde
espontáneamente.
- “Desgraciadamente no hay mucho que hacer; está
muriendo”. El médico menea la cabeza y sale.
La Hermana Petra se sienta cerca de Pablo, le toma la
mano y reza largamente. Después, entristecida, vuelve a la casa parroquial.
Al día siguiente vuelve nuevamente al hospital, ya preparada para recibir la
mala noticia de la muerte de Pablo…
- “¿Qué pasó?”
Ella no cree en lo que ven sus ojos. Pablo está
sentado, erecto en su cama, afeitado. Con los ojos bien abiertos y vivos, ve
con alegría a la hermana que se aproxima. Una expresión de inefable alegría
brilla en su rostro radiante.
Ella mal cree en lo que está viendo y piensa:
- “¿Es éste realmente el hombre que aún ayer estaba
luchando contra la muerte?
- “Pablo, es increíble lo que pasó. Estás
prácticamente resucitado. Estás irreconocible. ¿Qué te pasó?”
-
“Fue ayer de noche, poco después que usted se fue. Yo no estaba nada bien.
Entretanto, de repente, vi a alguien de pie junto a mi cama. Hermoso,
indesciptiblemente esplendoroso… ¡Usted no puede ni imaginar! Él me sonrió y me
dijo: `Pablo, soy yo, Jesús. Vengo a visitarte´”.
* * *
A partir de ese día, Pablo no tomó ni siquiera una
gota de alcohol.
La Hermana Petra le consiguió un cuartito en la casa
parroquial y un empleo de jardinero. Su vida se transformó completamente desde
aquella Navidad.
Pablo encontró nuevos amigos en la parroquia. Y, siempre
que puede, ayuda a la Hermana Petra en sus quehaceres. Una cosa, entretanto, permaneció
la misma:
Cuando anochece, Pablo entra furtivamente en la
iglesia, se sienta delante del Tabernáculo y dice:
- “Jesús, soy yo, Pablo. Vengo a visitarte”.
(Cuento de Jürgen Wetzer, publicado en
Wöchentliche Depesche
christlicher Nachrichten.
Traducción de RMV)
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