Transcribimos una materia
del Prof. Roberto de Mattei – conceptuado historiador, profesor de Historia de
la Iglesia y del Cristianismo en la Universidad Europea de Roma – al respecto
del Sínodo sobre la Familia realizado en el Vaticano en octubre pasado.
La materia fue publicada en
el sitio del autor – “Corrispondenza Romana” el 5 de noviembre pasado (2014).
Como es de conocimiento
público, está habiendo numerosos comentarios, inclusive de altas autoridades
eclesiásticas, apuntando que el Sínodo no resultó en un fortalecimiento de la
familia
El concilio
Vaticano I y el Sínodo de 2014
Roberto de
Mattei
Corrispondenza
Romana
5 de noviembro
de 2014
La fase
histórica que se abre después del Sínodo de 2014 exige de parte de los
católicos no solamente la disponibilidad para la polémica y la lucha, sino
también una actitud de prudente reflexión y estudio de los nuevos problemas que
están sobre la mesa.
El primero de esos problemas es la relación de los
fieles con una autoridad que parece estar faltando con su misión. El cardenal Burke, en una entrevista a Vida Nueva, el 30 de octubre, afirmó que
“hay una fuerte sensación de que la Iglesia está como un barco sin timón”. La
imagen es fuerte, pero corresponde perfectamente al cuadro general.
El camino a seguir en esta confusa situación no es por
cierto el de sustituir al Papa y los obispos que están al frente de la Iglesia, en cuyo supremo timón permanece siempre
Jesucristo. La Iglesia no es una asamblea democrática, sino una sociedad
monárquica y jerárquica fundada divinamente sobre la institución del Papado,
que representa la piedra insustituible. El sueño progresista de republicanizar
la Iglesia y transformarla en un estado de colegialidad permanente, está
destinado a chocar con la constitución Pastor
Aeternus, del Concilio Vaticano I, que definió no sólo el dogma de la
infalibilidad, sino sobre todo el poder pleno e inmediato del Papa sobre todos los
obispos y toda la Iglesia.
En las discusiones del Concilio Vaticano I, la minoría
contraria a la infalibilidad, haciendo eco a la tesis conciliarista y galicana,
afirmaba que la autoridad del Papa no residía apenas en el Pontífice, sino en
el Papa unido a los obispos. Un
pequeño grupo de Padres conciliares pidió a Pio IX que declarase en el texto
dogmático que el Pontífice era infalible por el testimonio de las Iglesias (“nixus
testimonio Ecclesiarum”), pero el
Para quiso retocar el esquema en sentido opuesto, haciendo agregar a la
fórmula: “ideoque eiusmodi Romani Ponti-ficis definitionis esse ex se
irreformabilis” el inciso “non autem ex consensu Ecclesiae” (estas definiciones del Romano Pontífice
son, por lo tanto, irreformables per se y no por el consenso de la
Iglesia) para dejar claro definitivamente que el consentimiento de la Iglesia
no constituía en absoluto condición para la infalibilidad de las definiciones ex cathedra.
El 18 de julio, en
presencia de una inmensa multitud que llenaba la Basílica, el texto
final de la Constitución Apostólica Pastor Aeternus, fue aprobado con
525 votos a favor y dos en contra. Cincuenta y cinco miembros de la oposición
se abstuvieron. En seguida de la votación, Pio IX promulgó solemnemente la
referida Constitución como regla de fe.
La Pastor Aeternus
afirma que el primado del Papa consiste en un poder real y supremo de
jurisdicción, independiente de cualquier otro poder, sobre todos los obispos y
todo el rebaño de los fieles. Él tiene ese poder supremo no por delegación de
todos los obispos o de toda la Iglesia, sino en virtud de un derecho divino. El
fundamento de la soberanía papal no consiste en el carisma de la infalibilidad,
sino en la primacía apostólica que el Papa tiene sobre la Iglesia universal
como sucesor de Pedro, el Príncipe de los apóstoles.
La Constitución Pastor
Aeternus afirma con claridad cuáles son las condiciones de la infalibilidad
papal. Estas
condiciones fueron ampliamente ilustradas, en su intervención del 11 de julio
de 1870, por Don Vincent Gasser, obispo de Brixen y portavoz oficial de la
defensa de la fe. En primer lugar, precisó don Gasser, el Papa no es infalible
como persona privada, sino como “persona pública”. Y por “persona pública” se
debe entender que el Papa está cumpliendo su oficio hablando ex cathedra
como Doctor y Pastor universal; en segundo lugar, el Papa debe expresarse en
materia de fe o de costumbres, res fidei vel morum. Por fin, él debe
querer pronunciar una sentencia definitiva sobre la materia objeto de su
intervención. La naturaleza del acto que empeña la infalibilidad del Papa debe
ser expresada por la palabra “definir”, que tiene como correlativo la fórmula ex
cathedra.
El Papa no es infalible
cuando ejerce su poder de gobierno: las leyes disciplinarias de la Iglesia, diferentemente
de las leyes divinas y naturales, pueden de hecho mudar. Pero es de fe divina
y, por lo tanto, asegurada por el carisma de la infalibilidad, la constitución
monárquica de la Iglesia, que confiere al Romano Pontífice la plenitud de la
autoridad. Esta jurisdicción comprende, además del poder de gobierno, el de
Magisterio.
La infalibilidad del Papa
no significa de ninguna manera que él goza, en materia de gobierno y de
enseñanza, de un poder ilimitado y arbitrario. El dogma de la
infalibilidad, mientras define un supremo privilegio, fija límites precisos,
admitiendo la posibilidad dela infidelidad, del error, de la traición. En las
oraciones por el Sumo Pontífice no habría entonces necesidad de rezar “ut
non tradat in animam inimicorum eius”. Si fuese imposible que el Papa
pasase al campo enemigo, no ocurriría el rezar para que eso no suceda. Pero la traición
de Pedro es el paradigma de una posible infidelidad que se cierne desde
entonces sobre todos los Papas de la Historia hasta el fin del mundo.
A pesar de ser la más alta
autoridad en la Tierra, el Papa está suspendido entre las cumbres de una fidelidad
heroica a su mandato y el abismo siempre presente de la apostasía. Éstos son los
problemas que el Concilio Vaticano I habría enfrentado si no hubiese sido suspendido
el 20 de octubre de 1870, un mes después de la entrada del ejército italiano en
Roma. Son éstas las cuestiones que los católicos ligados a la Tradición deben
hoy estudiar y profundizar. Sin negar de ningún modo la infalibilidad del Papa
y su suprema autoridad de gobierno, ¿es posible y de qué manera resistirle, si
él falla en su misión, que es la de asegurar la transmisión inalterada del
depósito de la fe y de la moral dada por Jesucristo a la Iglesia?
Éste no fue,
desgraciadamente, el camino seguido por el Concilio Vaticano II, que también se
propuso continuar, y de algún modo integrar, el Vaticano I. La tesis de
la minoría contraria a la infalibilidad, derrotada por Pio IX, resurgió en el
aula del Vaticano II bajo la nueva forma del principio de la colegialidad.
Según algunos miembros de la Nouvelle Théologie, como el Padre Ives
Congar, la minoría de 1870 obtuvo, casi un siglo después, una estruendosa revancha.
Si el Vaticano I había concebido al Papa como el vértice de una perfecta
societas, jerárquica y visible, el Vaticano II y, sobre todo, las
providencias postconciliares, redistribuyeron el poder en sentido horizontal,
atribuyéndolo a las Conferencias Episcopales y a las estructuras sinodales.
Hoy el poder de la Iglesia
parece haber sido transferido para al “pueblo de Dios”, que comprende a las
diócesis, las comunidades de base, las parroquias, los movimientos y
asociaciones de fieles. La infalibilidad y la suprema jurisdicción, substraídas
a la autoridad papal, son atribuidas a la base católica, cuyas exigencias los
Pastores de la Iglesia deben limitarse a interpretar y expresar. El Sínodo de
los Obispos de octubre puso en evidencia los resultados catastróficos de esta
nueva eclesiología, que pretende basarse en una “voluntad general” expresada a
través de pesquisas y cuestionarios de todos los tipos. ¿Pero cuál es hoy la
voluntad del Papa, al cual compete por mandato divino la misión de preservar la
ley natural y divina?
Lo cierto es que en tiempos
de crisis como la que atravesamos, todos los bautizados tienen el derecho de
defender su fe, aun oponiéndose a los pastores morosos. A los
Pastores y teólogos auténticamente ortodoxos incumbe a su vez la tarea de
estudiar la extensión y los límites de este derecho de resistencia.
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