jueves, 30 de enero de 2014

Hacia dónde vamos

Pienso que no existe en todo el Antiguo testamento, principio más íntimamente ligado a nuestras concepciones sobre la civilización en general, y particularmente sobre la civilización cristiana, que el del salmista: “en cuanto el Señor no edificare la ciudad, en vano trabajarán los que la edifican”.
 
Escribió Pío XI que la única civilización verdadera, digna de este nombre, es la civilización cristiana.
 
Para nosotros, que nacimos en la gloria y santidad de los últimos fulgores de esa civilización, tal verdad es fundamental. A medida que la tragedia de este inmenso crepúsculo espiritual se va desarrollando ante nuestros ojos desolados, lentamente se va desmoronando la civilización. No para dar lugar a otro orden de cosas, menos bueno quizá, pero orden al fin y al cabo.
 
La sociedad de acero y cemento que se va construyendo por todas partes es la sistematización del sumo desorden. El orden es la disposición de las cosas según su naturaleza y su fin. Todas las cosas se van disponiendo gradualmente contra su naturaleza y su fin. Existirá quizá en este metálico infierno una organización rígida y feroz, como rígida y feroz es la férrea jerarquía que existe entre los ángeles de la perdición. Durará esta era de acero hasta que las fuerzas de disgregación se tornen tan vehementes, que ni siquiera toleren ya la organización del mal. Será entonces la explosión final.
 
No tendremos otro desenlace si continuamos por este camino. Porque para nosotros bautizados, los medios términos no son posibles. O volvemos a la Civilización Cristiana, o acabaremos por no tener civilización alguna. Entre la plenitud solar de la Civilización Cristiana y el vacío absoluto de la destrucción total, hay etapas pasajeras: no existen, sin embargo, terrenos donde se pueda construir nada duradero.
 
Claro está que no somos fatalistas. Si para el suicida, del puente hasta el río, existe todavía la posibilidad de una contrición, ciertamente también existe posibilidad de arrepentimiento, de enmienda y de resurrección para la humanidad, en el resto de camino que va desde su estado actual hasta su aniquilamiento. La Providencia nos acecha en todas las curvas de esta última y más profunda espiral. Se trata, para nosotros, de escuchar con diligencia su voz salvadora.
 
Esta voz se hace oír, para nosotros, en la múltiple y terrible lección de los hechos. Todo hoy en día nos habla de disgregación. El castigo divino está humeando en torno de nosotros. Estamos en el instante providencial en que, aprovechando este poco de aliento que la paz nos da, podemos instruirnos con el pasado, y considerar la advertencia de este futuro del que nos aproximamos con terror.
 
“Si hoy oís su voz, no endurezcáis vuestro corazón”. Es este el consejo de la Escritura.
 
Abramos, pues, de par en par nuestros corazones a la dura lección de los hechos. Es un deber examinar con frialdad, con realismo, con objetividad inexorable el mundo actual, sondear una a una sus llagas, volcar el espíritu a la contemplación de sus desastres y sus dolores. Porque Dios nos habla por la voz de todas estas pruebas. Ser totalmente optimista delante de ellas, es cerrar los oídos a la voz de Dios.
Plinio Corrêa de Oliveira
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