Plinio
Corrêa de Oliveira
Hay
muchos antidivorcistas.
Pero entre ellos, son numerosos los que, oponiéndose al divorcio, tienen
una manera de ser sentimental. En consecuencia, consideran románticamente los problemas nacidos
del "amor". Puestos delante de la situación de un matrimonio amigo,
esos antidivorcistas pensarán que es sobrehumano, por no decir inhumano,
exigir del cónyuge inocente e infeliz que rechace la posibilidad de comenzar
una nueva vida (esto es, de dar muerte a
su alma por el pecado).
De la
boca para afuera, continuarán "lamentándose por el gesto" de este
último, etc., etc. Pero cuando se le
ponga el problema de la tolerancia, habrán hecho todo un montaje
interior para justificar las condescendencias más extremas y
más contrarias a la moral. Así, comentarán con blandura e indolencia lo ocurrido, recibirán en su casa a los recién
"casados", los visitarán, etc. O sea, por el ejemplo trabajarán a favor del divorcio, al mismo
tiempo que por la palabra lo condenarán. Está claro que el
divorcio tiene mucho más que ganar que perder con tal conducta de millares o
millones de antidivorcistas.
¿Cómo
llegaron a la decisión de tolerar
tan desdichadamente el cáncer roedor
de la familia? Es porque en el fondo tenían una mentalidad
divorcista.
Pero
no paremos aquí. Tengamos el valor de
decir la verdad entera. El hombre moderno tiene horror a
la ascesis. Le es antipático
todo lo que exige de la voluntad el esfuerzo
de decir "no" a los sentidos. El freno de un principio moral le parece odioso. La
lucha diaria contra las pasiones le parece una tortura china.
Y por esto, no sólo con los divorciados, el hombre
moderno, aún cuando dotado de buenos principios, es exageradamente
complaciente.
Hay
legiones enteras de padres y profesores que por esto mismo son indulgentes, en exceso, con sus hijos o
alumnos. Y el estribillo es siempre el mismo: Pobrecito... Pobrecito porque tiene pereza; no le gusta que
los mayores le llamen la atención;
come dulces a escondidas; frecuenta malas
compañías; va a malos cines; etc. Y porque es un "pobrecito"
raras veces recibe el beneficio de
un castigo severo. No es necesario
decir en que da esa educación. Los
frutos ahí están. Son millares,
millones de desastres morales ocasionados por una tolerancia
excesiva. "El que ahorra la vara a su hijo, odia a su
hijo", enseña la Escritura (Prov. 13, 24). Pero, ¿a quién le interesa
eso?
Lo mismo ocurre frecuentemente,
mutatis mutandis, en las relaciones entre patrones y obreros de
cierto género,
ya que aquellos, tan paganizados cuanto estos, sienten que si fuesen obreros
también serían unos revoltosos.
Y en todos los campos los ejemplos se
podrían multiplicar.
Claro
está que dicha tolerancia se
apoya en todo tipo de pretextos. Se exagera el riesgo de una
acción enérgica. Se acentúa demasiado la posibilidad de que
las cosas se solucionen por sí mismas. Se cierran
los ojos para los peligros de la impunidad. Etc., etc.
En
realidad, todo esto se evitaría
si la persona que está en la alternativa de tolerar o no tolerar fuese capaz de
desconfiar humildemente de sí.
¿Tengo
simpatías ocultas hacia este mal?
¿Tengo miedo de la lucha que la intolerancia traería
consigo? ¿Tengo pereza de los esfuerzos que una actitud intolerante
me impondría? ¿Encuentro ventajas
personales de cualquier naturaleza en una actitud conformista?
Sólo
después de un examen de conciencia como éste la persona podrá enfrentar la dura
alternativa: tolerar o no
tolerar. Pues sin este examen nadie podrá estar seguro de tomar en
relación a sí mismo las diligencias necesarias a fin de no pecar por exceso de tolerancia.
Hay, de modo general, un consejo muy apropiado para los que se encuentran en esta
alternativa. Todo hombre
tiene tendencias malas que están
particularmente arraigadas en él. Uno es apático, el otro violento, otro
ambicioso, otro escéptico, etc. Siempre que la tolerancia exija la victoria
sobre la mala tendencia que en nosotros sea más profunda, no necesitamos tener
mucho miedo de pecar por exceso de tolerancia. Pero siempre que ésta lisonjee nuestras malas inclinaciones,
abramos los ojos, pues el riesgo es grave. Así, si somos apáticos, no es
probable que pequemos por demasiada tolerancia para con un amigo que nos
incita a la acción: nada más
empalagoso, esquivo o colérico que el perezoso contrariado en su modorra.
Si somos irascibles, no corremos mucho riesgo en exagerar la tolerancia para
con los que nos injurian. Si somos sensuales, es poco probable que nos
mostremos demasiado rigoristas en materia de modas. Y si tenemos un espíritu servil en relación a la opinión pública,
difícilmente nos excederemos en invectivas contra los errores de nuestro
siglo.
Otro excelente consejo, para no pecar por exceso de tolerancia, consiste en desconfiar
mucho más de una flaqueza nuestra en este punto, cuando están en juego
derechos de terceros, que cuando se trata de los nuestros.
Habitualmente,
somos mucho más "comprensivos" cuando los otros son los que están en
causa. Perdonamos más fácilmente al ladrón
que robó a nuestro vecino, que al que asaltó nuestra propia casa. Y somos más propensos
a recomendar el olvido de las injurias, que a practicarlo.
Y
en este punto no perdamos de vista el doloroso hecho de que, según los
primeros impulsos de nuestro egoísmo, Dios sería muchas veces para nosotros
un tercero.
Así,
estamos mucho más inclinados a
disculpar una ofensa hecha a la Iglesia, que la injuria que
nos es hecha a nosotros; a soportar
la lesión de un derecho de Dios, que un interés
nuestro.
En general, éste es el estado de espíritu de los
católicos hipertolerantes. Su lenguaje es imaginativo, sin energía, sentimental.
Sólo saben argumentar – si
es que se puede llamar a esto argumento – con el corazón. Hacia los enemigos de la Iglesia,
están llenos de ilusiones, atenciones, obsequios y
muestras de afecto.
Pero se ofenden terriblemente, si un
católico celoso les hace ver que están sacrificando los derechos
de Dios.
Y, en lugar de argumentar en términos de doctrina, transponen el asunto al terreno personal. ¿Acaso piensan que
soy tibio? ¿Que no sé perfectamente lo que tengo que hacer? ¿Dudan de mi
sabiduría? ¿De mi valor? ¡Oh no!, ¡esto no lo puedo soportar! Y su pecho
empieza a respirar nervioso, su rostro se llena de rubor, sus ojos se inundan
de lágrimas, su voz toma una inflexión particular. ¡Cuidado! Este hipertolerante está en el
auge de una crisis de intolerancia. Se puede esperar
de él cualquier violencia, cualquier
injusticia, cualquier unilateralidad. Es que su tolerancia de fachada sólo existía cuando estaban en juego valores insípidos y
secundarios como la ortodoxia, la pureza de la Fe, los derechos de la Santa
Iglesia. Pero cuando su nadita entra
en escena, todo cambia. Y helo aquí
dispuesto a precipitar al infierno a quien le ofenda, aún levemente,
con indignación análoga a la que San Miguel tuvo contra el demonio:
"¿Quién como yo?"
Convide a sus parientes y
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