Desde el Iluminismo – para tomar un punto de referencia – un sesgo cientificista vino insistiendo en la idea de que, a medida en que la ciencia fuese desenvolviéndose, se tornaría evidente que la existencia de Dios es una creencia ridícula para encubrir una ignorancia vergonzosa.
La ciencia progresó. A cada descubrimiento relevante y a cada nueva teoría – algunas de las cuales se demostraron falsas después – ese espíritu iluminista, revolucionario, anticatólico y ateo cantaba victoria. ¡Finalmente, decían, la religión desapareció!.
Aún hoy se publica harta literatura de kiosco repitiendo el mismo “disco rayado”. La inexistencia de Dios estaría demostrada; fue descubierta la máquina del Universo que torna innecesaria la divinidad; la inteligencia es una cosa que la computadora hace. ¡No precisamos de un Creador para explicar el Universo!
Pero, descartando esa literatura de estación de ómnibus y volviéndonos a los científicos de verdadera envergadura actuales, verificamos que está en curso una mudanza profunda.
La revista americana Time, considerada la mayor del mundo, adhirió durante mucho tiempo a la visión de la literatura de kiosco a respecto de la relación entre la ciencia y la religión. Entretanto, hace tiempo que viene modificando su posición.
No es cuestión de una revista, por grande que sea, sino de toda una mudanza planetaria que está en andamiento. Y llevada a cabo por los hombres más instruidos en las sutilezas, complejidades y profundidades de los diversos campos del conocimiento humano.
Time intentó explicar, en una materia de tapa, lo que está sucediendo. Para eso apeló al matemático y profesor de la Universidad de Massachusetts, Amir D. Aczel, autor del libro Por qué la ciencia no desaprueba a Dios ((“Why Science Does Not Disprove God”, Harper Collins Publishers, New York, 2014).
El autor publicó numerosos trabajos científicos y matemáticos y fue indicado para diversos premios por su producción de libros vueltos a la divulgación de la ciencia.
El profesor Aczel parte de la constatación de que la ciencia suministró un inmenso caudal de conocimientos. Y no cesa de suministrar. A cada dos años, o hasta menos, ese conocimiento se duplica.
En la física y en la cosmología los científicos estudian lo qué podría haber sucedido en la más tenue fracción de tiempo en el inicio del Universo.
En la química se estudian las más complicadas relaciones entre átomos y moléculas.
En la biología, el estudio de las células vivas y en el mapeo del genoma humano alcanzan desarrollos de espantosa complejidad y extensión.
Y se levanta la pregunta de la cual nadie se escapa, hecha por el autor: ¿todo ese conocimiento desmiente la existencia de un Ser anterior a todo, de una Fuerza todopoderosa que puso en funcionamiento esa fabulosa máquina del Universo?
Cuanto más la ciencia avanza, más queda sin sentido la respuesta atea.
Hubo Algo. Hubo Alguien. Hubo Aquél a Quien llaman Dios – el Dios de la Biblia que sacó todo de la nada.
En el siglo XIX, creer en Dios era objeto de irrisión. ¿El hombre no había descubierto la penicilina, la máquina a vapor y testaba la electricidad?
Darwin había publicado en 1859 la teoría de que el hombre desciende por evolución del mono o algún bicho semejante; Marx explicaba la historia y la sociedad por la lucha de clases; y Freud refutaba la religión y la moral por el sexo.
Alguien encontró huesos en Neandertal, ¡y pronto”. Para el ateísmo, estaba todo demostrado.
Pero – observa Aczel – en el siglo XX nadie consiguió demostrar cómo se dio aquél momento primero del Universo que científicos llaman de Big Bang.
Tampoco nadie consiguió esbozar el menor indicio o prueba de dónde o cómo aparecieron los seres vivos a partir de la materia inanimada.
Ni Freud, ni su ejército de discípulos, consiguió explicar cómo apareció la conciencia, que la Biblia y la Iglesia nos enseñan que está radicada en el alma humana creada por Dios a su imagen y semejanza.
La inteligencia – que permite a los hombres hurgar los misterios de la biología, de la física, de la matemática, de la ingeniería, de la medicina, de crear las grandes obras de arte, la música, la arquitectura, la literatura – ¿de dónde salió? ¿Cómo apareció?
Ante pirámides de conocimiento que ella misma acumula, la ciencia más avanzada cae de rodillas y se rinde impotente delante de los más profundos misterios del orden del ser.
Sondas espaciales, telescopios cada vez más poderosos, computadoras potentísimas se quedan silenciosos ante esos misterios.
¿Cómo apareció la vida? Hay vida en algún rincón del Universo que no sea el nuestro?
Y la respuesta es siempre la misma: en ninguna parte del Universo conocible se encuentra un lugar donde una tan requintada convergencia de factores permitió la aparición de la vida.
La vida es la gran realidad – observa Aczel – que la ciencia tal vez jamás podrá explicar.
La ciencia profundiza cada vez más conocimientos y experiencias. Y siempre encuentra algo que la materia o el conocimiento humano no explica: una vasta, inmensa y como que inaccesible “sabiduría” que está subyacente en todo, desde la menor de las partículas cuánticas hasta la mayor y más lejana de las galaxias.
La ciencia reconoce que ignora completamente la Causa que inició la creación del Universo. ¿De dónde salió esa inconmensurable cantidad de energía que comenzó todo?
Argumentamos nosotros: la Fé, la Iglesia y la Tradición nos dicen que es Dios Creador todopoderoso, infinito y anterior a todo lo que existe. Pero Aczel confiesa que la ciencia no tiene respuesta.
Peter Higgs, premio Nobel de Física 2013, recientemente dijo haber encontrado la primera partícula que estaría en el inicio de la inmensa catedral do Universo. Él trabaja en Europa, en el acelerador de partículas Large Hadron Collide, del CERN, el mayor equipamiento jamás construido por el hombre.
Y para darle nombre a esa partícula, los hombres inventaron uno: “God particle”, la “partícula de Dios”. No era más que un juego de palabras que revelaba entretanto el fondo del subconsciente da la mentalidad de hoy: sin Dios, en el fondo nada tiene explicación convincente.
Cuanto más se descubre, más se torna necesario suponer que antes de todo hubo un Ser que trajo todo a la existencia.
¿Quién podría haber tenido un poder tan insondable para orquestar la exactísima danza de las partículas elementales necesarias para aparecer la vida? – pregunta Aczel.
El matemático británico Roger Penrose calculó que la probabilidad de aparecer la vida equivalía a 1 dividido por 10, el resultado elevado a la décima potencia y después a la 123ª potencia. Es decir, un número tan próximo del cero que nadie jamás podría ni siquiera imaginar, observa el matemático de la Universidad de Massachusetts.
Los “ateos científicos” fracasaron antes esos misterios, y las hipótesis que ellos levantan para encubrir su vacío – como la existencia de universos infinitos – sólo multiplican al infinito la inverosimilitud de sus posicionamientos, agrega Aczel.
Ante teorías y más teorías, descubrimientos y más descubrimientos, experiencias y más experiencias, invenciones y más invenciones, una sola cosa permanece de pie, inmutable, inquebrantable, suprema, apoyada sobre sí propia con una seguranza absoluta: Aquél a Quien los hombres llaman DIOS, observamos nosotros.
Y Aczel dice que no hay pruebas científicas de que Dios no existe.
En sentido contrario, nosotros sólo podemos encontrar que la masa de los conocimientos adquiridos apuntan que solamente un Ser supremo preexistente, infinito y eterno torna comprensible el Universo que la ciencia quiere tornar comprensible. Y eso para no hablar de la propia existencia, de la vida.
En el tercer milenio, concluye el matemático, la ciencia y la religión acaban dándose la mano para explicar el impulso de comprensión del mundo, de nuestro lugar en él, de nuestro deslumbramiento ante de la maravilla de la vida en el cosmos infinito.
Como en el inicio de la Historia – agregamos – lo hicieron los Patriarcas, los Jueces, los Reyes y los Profetas; milenios más tarde, los Padres y Doctores de la Iglesia; después los maestros medievales, emperadores, reyes, obispos, monjes y pueblos, entonando el gregoriano en catedrales de piedra y cristal luminoso, en loor de Aquél que es el Camino, la Verdad y la Vida.
Y también de Aquella que Le dio la vida: su Madre Santísima, que rodeada de los coros angélicos y de las legiones de santos reina sobre el Cielo y la Tierra por los siglos de los siglos.
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