Plinio Corrêa de Oliveira
(Texto con pequeñas adaptaciones)
Sin duda, considerando la expansión del SIDA, el factor moral es preponderante para evitar ese terrible mal.
En efecto, es conocido que el principal foco de contagio de esa enfermedad está en los ambientes homosexuales. Pero también los bisexuales contagian el SIDA, y esto no sólo en las relaciones con el propio sexo, sino también con el sexo opuesto. También hay drogadictos que contraen la enfermedad a través de jeringas contaminadas.
Esos son los tres grandes “grupos de riesgo” para la propagación del SIDA. Hay un cuarto “grupo de riesgo”, constituido por las personas que se someten a transfusiones de sangre, como los hemofílicos, los anémicos, etc. Son ellos víctimas inocentes del cruel contagio, en razón del poco cuidado con que sea eventualmente seleccionada por los técnicos la sangre que reciben. En efecto, puede suceder que les sea administrada sangre contaminada con el SIDA.
El enfoque moral según los principios de la Iglesia es el más indicado para ejercer la influencia más valiosa junto a cada uno de esos cuatro “grupos de riesgo”. Pues, como es generalmente sabido, el acto homosexual es calificado por la Iglesia como “pecado contra la naturaleza” y es catalogado entre los pecados que claman al Cielo y piden a Dios venganza. Esto muestra toda su gravedad.
Ahora bien, a no ser con un freno moral de tal alcance, no sé cómo es posible cohibir de modo eficaz la homosexualidad y, por lo tanto, la expansión del SIDA. Esto es aún más digno de nota si se toma en consideración la tendencia, por decirlo así, suicida “ya victoriosa en varios países y en franca ascensión en otros” de no calificar la homosexualidad como delito.
Se podría objetar que la aparición de la amenaza del SIDA ejerce un efecto inigualable para la represión de la homosexualidad. Y que, reprimida ésta, el peligro del SIDA estaría extinguido. La expansión del SIDA constituiría, por lo tanto, un peligro autodemoledor: el propio pánico de la terrible enfermedad llevaría a los hombres a evitarla, absteniéndose del acto contra la naturaleza.
Sin contestar un cierto efecto saludable del peligro del SIDA como factor coercitivo de la homosexualidad, es digno de nota que ese valor tiene algo de relativo. Pues depende del propio viciado la elección entre las dos perspectivas difíciles que se le abren: la dura batalla para la extinción del vicio o la permanencia en ese vicio a pesar del terrible riesgo de un contagio mortal. Ahora bien, está en la psicología de incontables viciados el optar por la vía del vicio, lo que satisface su pereza y sus apetitos desordenados.
Por el contrario, el católico, puesto ante esa alternativa, no se considera libre de escoger entre una vía y otra: sabe que le toca solamente obedecer a la voluntad de Dios. Obedecer, sí, por el amor y la sumisión que a Éste debe. Pero también por el justo temor de que la mano de Dios le castigue severamente con las penas eternas del infierno. Y, bien entendido, también con proporcionales castigos en esta vida. Entre éstos, uno de los más terribles es la marcha inexorable del portador del SIDA, a través de los padecimientos más devastadores, en dirección a la muerte.
En este caso, como en tantos otros, lo único que constituye un parapeto salvador para el hombre, que lo protege contra sus múltiples propensiones internas al mal, es la moral específicamente religiosa.
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