(Trecho adaptado de una conferencia de Plinio Corrêa de Oliveira)
Desde el primer instante del ser en que el primer elemento del cuerpo de Jesús comenzó a existir, como Él era perfecto – comenzó a existir, comenzó a pensar, comenzó a orar – y sabiendo perfectamente de qué Madre era Hijo, Él ciertamente dijo a Ella una palabra de amor. Uno puede calcular cuál fue esa primera palabra de amor de Él a la Virgen, y cuál fue la respuesta de la Virgen, sintiendo ese cariño que Le venía del Hijo Dios… ¿Qué dijo Ella a Él? ¿Ella dijo: Mi Dios? ¿Ella dijo: Hijo mío?... ¿Ella habrá dicho: Hijito?... ¡Qué riqueza de alma era preciso tener para responder adecuadamente a ese primer cariño! ¡Qué noción de los matices! ¡Qué noción de las situaciones! ¡Qué perfecta disponibilidad del alma para corresponder a todo perfectamente y ofrecer a Él esa primicia incomparable: el primer acto de amor que el género humano Le ofrecía!
Es muy linda la vida de la Santísima Virgen; hacer la correlación de las cosas. El primer acto de amor que Él dirigió a Ella cuando Él se encarnó y el último acto de amor que él dirigió a Ella cuando Él murió. Porque no hay duda de que Él, antes de morir dijo a Ella, al menos con el Alma, alguna cosa que Ella entendió y que era el acto de amor último que cerraba el circuito de esta vida, que era el acto de amor-rey por donde todo el amor que Él había tenido a Ella durante la vida entera se condensaba en una veneración y en una caricia suprema. Ella también. El primer acto de amor de Ella, ¿cómo habrá sido? ¿Cómo habrá sido el último acto de amor de Ella a ese Hijo que Ella vio morir en aquella situación tan trágica, tan terrible y que, cuanto más sufridor, más y más, mas y más, Ella amaba? ¿Ella no se habrá acordado en aquel momento extremo y último, del primer mimo, del primer cambio de caricias?
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